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La Orden del Temple: Nacimiento (Visión histórica y documental).


Cuando  en mi adolescencia cayó en mis manos el primer libro sobre la orden del Temple, despertó en mí el interés por un tema que, hasta entonces, me era totalmente desconocido pero que, con el tiempo, se ha convertido en una quasi obsesión. Han pasado más de treinta años y la pasión por la Orden, su Historia y enigmas, es idéntica. Tras aquel primer libro, no demasiado bueno por cierto,  a nivel histórico,  que leí con creciente interés, vino otro, y después vinieron muchos más. Como muchos me inicié con Juan G. Atienza, Louis Charpentier, Alain Desgris, Malcom Barber,  Ángel Almazán… Al principio lo leía todo, indiscriminadamente. Con el tiempo me he vuelto selectiva y hoy sólo leo las obras que vienen avaladas por su autoría y, en contadas ocasiones, las que cuentan con buena crítica o me son aconsejadas por amigos y conocidos que coparticipan de mi afición, o quizás sería mejor decir, debilidad. Es mucho, muchísimo, lo que se ha publicado y cada día se publica, sobre el Temple y los templarios. Su misteriosa fundación, su exitoso crecimiento en los escasos dos siglos de existencia, la crueldad de su desaparición, la piedad y el poder militar, político y económico de sus monjes guerreros, ha hecho correr tantos ríos de tinta que no siempre es fácil distinguir el oro de la paja, la ficción de la historia. Para los novatos en este campo la elección no suele ser fácil. No faltan los reclamos publicitarios, unos mejores y otros peores intencionados. Los que llaman a la lectura desde las librerías y los que aconsejan la lectura desde las pantallas de los ordenadores. A través de la publicidad, los potenciales lectores reciben información, sugerencias, orientación y, también, hay que decirlo, la manipulación encubierta o descarada del producto que ofrecen. Producto que a veces se presenta como obra rigurosa con la realidad histórica, y en verdad lo es, y otras, haciendo gala de esta misma rigurosidad histórica, no pasa de ser, en el mejor de los casos, un mero intento historicista de algún aficionado o, lo que es peor, una obra intencionadamente embaucadora y manipulada.En muchos se hacen copias y pastiches de libros que ya han sido superados por los investigadores tanto de Historia del Arte, Simbología, Iconografía, Historia, etc., repitiendo errores sin cesar que el gran público toma como verdades incuestionables, donde hay un desconocimiento del Arte y la Historia Medieval, Ordenes Militares de Jerusalén, Ordenes de Caballería Sufis y del propio territorio de Tierra Santa que raya la estupidez supina en cuanto a las respuestas que ofrecen.

El inicio de la historia de la orden del Temple hay que ubicarlo dentro de lo que se ha dado en llamar «Plena Edad Media», período que comprende desde el siglo XI al XIII, lapso cuyo origen y final estuvieron marcados por dos hechos históricos de indudable trascendencia para Europa: las cruzadas y la peste negra. El cambio de milenio supuso para Europa, el paso de un período de oscuridad y estancamiento cultural a una etapa de crecimiento demográfico, cultural, espiritual y artístico desconocido hasta entonces, distinguido por la vitalidad religiosa, pero que, desafortunadamente, no se vio acompañado en el terreno social. Este tiempo de la historia (llamado por algunos «época clásica de la Cristiandad medieval»), estuvo caracterizado por la consolidación de las urbes y la extensión de los espacios urbanizados, el renacimiento intelectual que se gesta en el Camino de Santiago con la identidad europea y culturalmente en al Andalus,  se acompaña de  la expansión militar. La llegada del nuevo milenio trajo también consigo cierta estabilidad política y el final de las últimas invasiones «bárbaras», con la breve excepción de la invasión de los mongoles en el Este. Al tiempo que en los países nórdicos se asentaban los reinos cristianos y empezaba a cuajar la identidad escandinava, los vikingos, cuyas incursiones de saqueo se habían extendido por las Islas Británicas, Francia e, incluso, por los países mediterráneos del Sur, al final del siglo X entraron en declive. En el centro de Europa los magiares cesaron su expansión y consolidaron un reino cristiano. Las fronteras tradicionales del imperio Franco se extendieron hasta más allá del río Elba, consiguiendo triplicar la superficie de lo que hasta entonces había sido la Germania, llegando hasta el mar Báltico. En la Península Ibérica, que había sido ocupada por árabes procedentes de lo que hoy sería Siria, Egipto, Palestina, Jordania, Arabia Saudi, y Yemen, acompañados de los moros del norte de África en el 711, continuó la reconquista del territorio por parte de los reyes cristianos.

En la época de la fundación de la Orden los musulmanes sólo ocupaban en el Sur y en Levante una pequeña parte de lo quehabían sido sus posesiones. En el resto se asentaban los reinos de Castilla, León, Aragón y Navarra y los condados de Galicia y Portugal. Desde 1109 reinaba en Castilla y León doña Urraca, hija mayor de Alfonso VI de León, la cual, para cumplir la condición impuesta por las Cortes de Toledo, dado que era viuda de Enrique de Borgoña, había tenido que contraer matrimonio el mismo año con el rey Alfonso I de Aragón (llamado el Batallador) del que las continuas desavenencias la habían llevado a separarse en 1115, tras haber proclamado a su hijo Don Alfonso rey de Galicia (1111) el cual la sucedió a su muerte, producida en 1126, como Alfonso VII, al que se llamó el Emperador.

En Aragón continuó reinando hasta su muerte en 1134, el que fuera esposo de Doña Urraca, Don Alfonso, llamado el Batallador, que, además, era también rey de Pamplona. A su muerte fue sucedido por Ramiro II, apodado «el Monge», esposo de su única hija Petronila.

El condado de Portugal, que comprendía las tierras entre los ríos Miño y Duero, fue cedido en 1095 por el rey Alfonso VI a su hija Teresa de León al contraer matrimonio con Enrique de Borgoña. A partir de la muerte de éste, en 1112, doña Teresa gobernó Portugal en nombre de su hijo Alfonso, adoptando el título de reina.

En Bizancio, en 1118, ascendió al trono Juan II Comneno, (1087-1143), considerado un hombre recto, inteligente y prudente, cuyo reinado se caracterizó por los continuos enfrentamientos con reinos de Oriente (Antioquía, Edesa y Trípoli) y de la Europa continental (Hungría, Serbia y en los Balcanes). Murió como consecuencia de las heridas mortales sufridas en un accidente de caza cuando estaba a punto de emprender la conquista de Palestina. Tras la conquista de Jerusalén por los componentes de la I cruzada, en Palestina se estableció un reino independiente cuyo primer titular fue Godofredo de Bouillon, duque de Lorena, que adoptó el título de «advocatus Sancti Sepulchri» y se negó a llevar corona de rey «donde Cristo la había llevado de espinas». A su muerte en 1100 fue sucedido, ya con el título de rey, por su hermano Balduino I, que extendió las fronteras del reino, conquistando los puertos de Acre (1104), Beirut (1110) y Sidón (1111), sometiendo al mismo tiempo a su soberanía a otros Estados cruzados: el condado de Edesa (fundado por él), el principado de Antioquía, y más tarde, el condado de Trípoli. Todo su reinado se vio envuelto en guerras continuas con los musulmanes, tanto los fatimíes de Egipto al oeste, a los que aplastó en Ramala y en otros lugares al sudoeste del reino, como los musulmanes de Damasco y Mosul, en el noreste. A su muerte, ocurrida en 1118, fue elegido para sucederle Balduino de Bourq, primo hermanos de Godofredo de Bouillon y Balduino I, a la sazón conde de Edesa, que adoptó el nombre de Balduino II, cuya intervención en la fundación de la orden del Temple fue trascendental. Los colonos de la región recibieron el apelativo genérico de «francos», por referencia a los primeros cruzados, que en su mayor parte procedían de las regiones de Europa occidental ocupadas por los francos. Esta denominación se hizo extensiva posteriormente a todos los peregrinos europeos. A partir de la conquista de Jerusalén, la peregrinaciones a los Santos Lugares tuvieron un fuerte incremento. Los peregrinos solían emprender sus viajes en primavera y conforme la travesía por mar se hizo más segura, esta vía de llegada a Tierra Santa fue ganando adeptos en detrimento del camino terrestre, mucho más largo y por ello más expuesto. Los puntos de partida más habituales estaban situados en el Sur de Francia, en la costa italiana, en Sicilia, Creta, Rodas o Chipre y tras un viaje de varias semanas, de isla en isla, como se había hecho durante siglos, la última singladura era desde Chipre a Acre, Tiro, Beirut o Jaffa en la costa continental. El camino hacia Jerusalén partía desde Jaffa, por lo que los que no llegaban a esta ciudad tenían que trasladarse a ella por los caminos de la costa. Desde Jaffa, por una calzada interior, en pocas jornadas llegaban al Monte del Gozo o Montegaudio, así llamado por ser el primer lugar desde el cual los peregrinos divisaban Jerusalén. Los peregrinos llegaban a Jerusalén con el tiempo justo para conmemorar la Pascua que se celebraba con gran pompa en la iglesia del Santo Sepulcro, y tras visitar los demás lugares santos y, eventualmente, tomar parte en alguna campaña militar, zarpaban de nuevo, rumbo a los puntos de partida, a final del verano o principios de otoño, antes de la época de tormentas.

En el año 1054 tuvo lugar la separación formal de las iglesias de Oriente y Occidente tras la excomunión recíproca que se lanzaron el papa León IX y el patriarca Miguel I, principalmente debido a las diferencias surgidas entre ambos acerca de la autoridad papal sobre los cuatro patriarcas orientales. En Occidente, continuó la costumbre de intromisión de la autoridad civil en asuntos eclesiásticos, verdaderos abusos de poder que llevaron a reyes y señores incluso a intervenir, más o menos abiertamente, en la elección de los papas.

La Iglesia tuvo que hacer frente a tres graves problemas que afectaban al clero:

El nicolaísmo, o inobservancia del celibato por algunos clérigos

La simonía, o compraventa de bienes espirituales

La investidura laica de oficios eclesiásticos por parte de reyes, emperadores, señores o patronos de iglesias.

Además habría que hablar de la aparición de nuevas herejías, de las cuales la Iglesia de Occidente se había visto libre desde el final del arrianismo, de las cuales, quizás, la más importante fue la de los cátaros o albigenses. Una de las características de la época son los esfuerzos cada vez más intensos del papado por mantener la independencia de la Iglesia, esfuerzos en los que hay que insertar el hecho de que por primera vez se celebraron, en la Europa occidental, concilios generales o ecuménicos que hasta entonces sólo habían tenido lugar en Oriente.

En el siglo XI floreció la vida religiosa monacal de la que, si bien el germen había sido la abadía de Cluny con san Benito, su máxima expresión se alcanzó por la orden del Cister, de la que su más preclaro exponente fue san Bernardo de Claraval, doctor de la Iglesia, sin olvidar a san Bruno y la fundación de los cartujos. La influencia de san Bernardo en los asuntos de la Iglesia fue esencial. A los veinticuatro años fue elegido abad de Claraval y fue tal su prestigio que era llamado, para recabar su consejo, desde los rincones más lejanos. Contribuyó a la reforma del clero, invitó a los obispos a la pobreza y al cuidado de los pobres y fundó sesenta y seis abadías. Puso fin al cisma de Anacleto. Predicó la santidad del matrimonio y se esforzó en cristianizar la sociedad feudal atacando el lujo de los nobles y, como veremos, tuvo una intervención decisiva en la creación de la orden del Temple. Su mayor fracaso, aunque no sea achacable sólo a él, fue la predicación de la II Cruzada en la que los cristianos sufrieron una gran derrota en 1148. En la primera centuria del milenio se produjo el nacimiento de los canónigos reglares de san Agustín que practicaban la «vida canónica» consistente esencialmente en comer juntos y dormir bajo el mismo techo siguiendo la regla del santo de Hipona. Al mismo tiempo, tuvo lugar un desarrollo importante, sobre todo a partir del siglo XII, de las órdenes religiosas de frailes, especialmente franciscanos, fuertemente influenciados por el sufismo de Egipto que dieron lugar a los frailes mendicantes y dominicos (frailes predicadores), reivindicatorias de la pobreza evangélica como virtud fundamental de la vida religiosa.

Durante la Edad Media alta se produjo un fuerte impulso de la Teología y la Filosofía, con un gusto desmesurado por los filósofos griegos que fueron releídos y reinterpretados, especialmente Aristóteles, a través de las traducciones de Toledo y Sicilia.

La educación, que había estado relegada a las escriptorías de los monasterios, se expandió hacia las ciudades, especialmente las scholas anejas a las catedrales y las universidades que por ese tiempo se crearon por toda Europa: Bolonia, París, Oxford, Salamanca,…, etc. En el arte hizo su aparición el gótico que, si bien al principio convivió con el románico, acabó por imponerse, siendo el estilo adoptado en la construcción de las altísimas catedrales de la época, en cuya simbología y financiación podemos ver la mano del Temple, en muchas de ellas.

Las cruzadas fueron campañas militares, que tuvieron lugar principalmente en Tierra Santa y otros lugares de Europa, durante la Edad Media, con una motivación religiosa. Las más importantes fueron las que se libraron en Palestina con el fin de conquistar y mantener el control de los cristianos sobre los lugares en los que vivió Jesucristo, si bien también tuvieron esta consideración las campañas militares llevadas a cabo en la Península Ibérica.

La denominación de cruzada proviene de la cruz que recortada en tela, generalmente roja, que sobre las ropas usaron los que participaron en ellas y que recibían del papa, o de su legado especial, tras hacer voto solemne, llamado de cruzada. A partir de ese momento los cruzados eran considerados soldados de la Iglesia, recibiendo el perdón de los pecados del pasado mediante la llamada indulgencia, en contraposición con la absolución que se consideraba estaba reservada a Dios. La primera cruzada tuvo lugar en 1095, fue predicada por Urbano II y fue seguida por cristianos de toda la Cristiandad, pero principalmente procedentes de Francia y del Sacro Imperio Romano Germánico, la presencia de aragoneses y castellanos tambien fue importante pese a la Reconquista, destacandose por su fiereza y conocimiento en la lucha contra los musulmanes. Según Helen Nicholson, los cruzados reclamaban Jerusalén para la Cristiandad, no sólo porque era el lugar donde Jesús había vivido, muerto y resucitado, sino porque también se sentían herederos del Imperio Romano.

La ola de espiritualidad que se extendió por Europa en los siglos XI y XII explica que las primeras órdenes puramente militares nacieran allí donde la religión y civilización cristianas estaban más expuestas a los embates del Islán: Jerusalén y la Península Ibérica. En la primera tuvo su origen la orden de caballeros del Temple, y en la segunda la cofradía de Belchite y la orden de Montreal. Con el tiempo, estas dos se fusionaron y, finalmente, terminaron unidas al Temple una vez que éste se extendió por Aragón y Castilla. Al respecto de esta coincidencia cronológica en la creación de las tres instituciones, el modelo más antiguo tambien nace en España, y es la Orden de la Encina.

Hoy por hoy no existen datos ciertos sobre la génesis de la orden del Temple que nos permitan realizar afirmaciones sobre la misma fuera de toda duda, dado que la Orden, en sus comienzos, no fue del interés de los cronistas de la época. Los primeros relatos históricos son de la segunda mitad del siglo XII, por lo que sus autores son puestos en tela de juicio por algunos que les achacan que, al no ser coetáneos de los hechos que relatan, sus noticias sobre los mismos son de segunda o tercera mano y por lo tanto han de ser tomadas con toda clase de reservas.

El quince de julio de 1099, tras un terrible asedio en el que la población islámica fue objeto de una feroz matanza por parte de bandas de cruzados, Godofredo de Bouillon tomó por fin la ciudad de Jerusalén, siendo elegido soberano del nuevo reino, adoptando el título de «Sancti Sepulchri advocatus».  En su corto reinado de apenas un año, Godofredo tuvo no sólo que implantar las bases del nuevo reino, con duros enfrentamientos con el patriarca Dagoberto de Pisa, sino que, además, se vio obligado a hacer frente a los ataques de los fatimitas egipcios, a los que derrotó en la batalla de Ascalon en agosto de 1999. Al morir Godofredo el dieciocho de julio de 1100 fue elegido rey su hermano Balduino, cuyo principal problema fue la escasez de hombres para defender las fronteras y los caminos y proteger a los peregrinos, ya que la gran mayoría de los caballeros que habían tomado parte en la I Cruzada habían vuelto a Europa48. La noticia de la conquista de los Santos Lugares se extendió rápidamente por Europa dando lugar a un incremento notable del flujo de peregrinos, algunos de los cuales se unieron a los caballeros cristianos que habían participado en la cruzada y que, en vez de volver a Europa, permanecieron en Tierra Santa para colaborar en la protección del Santo Sepulcro y para defender a los peregrinos que eran atacados en los caminos por bandidos.

Algunos estudiosos e investigadores,  remontan su fundación hasta Godofredo de Bouillon en base a las crónicas escritas por el cronista «oficial» de la I Cruzada, Alberto de Aix, el cual hace alusiones, en varios pasajes de las mismas, a un grupo de incondicionales de Godofredo, la mayoría gente de Lotaringia, que vinieron con él, grupo al que unas veces se refiere como «Domus Duci», otras como «Clientele Godofrey» y las más como «Domus Christi». Autores tales como Sandy Hamblett, Tahur Waite y Albert Mckey se refieren a este grupo de incondicionales, surgido en torno al año 1100, y dicen que, si bien permanecieron en la sombra, estuvieron muy activos en la elección de Godofredo primero y después en la de su hermano Balduino, como reyes de Jerusalén. Sandy Hamblett llega a afirmar que «hay pruebas demoledoras que indican que la fundación de los caballeros templarios fue instigada por Godofredo de Bouillon y su asociación del Santo Sepulcro».

Hay datos suficientes para asegurar que en la segunda década del siglo XII existía en Tierra Santa una «militia Christi» que estaría formada por caballeros francos  organizados. Varios autores, entre los que figuran la profesora Helen Nicholson y el profesor Malcolm Barber, recogen en sus obras la referencia a una carta que Ivo, obispo de Chartres, escribió en 1114 o 1115 a Hugo de Champaña reprendiéndole por haber abandonado a su esposa y encuadrarse en lo que llama «milicias de Cristo» y «caballería evangélica». Por su parte, Alain Demurger, haciéndose eco de una crónica de Alberto de Aix, señala que en 1101 el patriarca de Jerusalén contrató, entre los cruzados que residían en Jerusalén, a treinta caballeros a sueldo para la defensa del Santo Sepulcro, de la misma manera que «había caballeros al servicio de san Pedro en Roma» y reitera en otro lugar que «en la órbita del Santo Sepulcro se hallaba gente armada, que constituía una especie de cofradía de laicos, o de orden tercera, asociada a los canónigos», aclarando que el cometido de estos caballeros era la salvaguarda de la iglesia homónima y de los edificios y terrenos anejos. Continúa diciendo que no se trataba de una orden y que los caballeros estaban bajo la tutela de los canónigos y del prior de los mismos y que «es probable que entre ellos se reclutaran a los primeros templarios». Asimismo, de la Crónica de Ernoul, de la que más adelante se transcribe un fragmento, se deduce claramente que los que fundaron la Militia Templi salieron de las filas de los milites Sancti Sepulcri, reiterándose en la misma obra que los tales caballeros «obedecían a los priores del Sepulcro». Demurger concluye que estos caballeros, vinculados al Santo Sepulcro y al Hospital, fueron los que fundaron la nueva caballería del Temple y que entre ellos «se hallaba muy probablemente Hugo de Paganis, señor de Montigny (Champaña)».

En cualquier caso, lo que si podemos asegurar es que estaban bajo la regla de san Agustín, que era la que imperaba en ambas instituciones. A este respecto resulta esclarecedora la afirmación que hace Rodríguez Campomanes en sus «Dissertaciones» donde dice:

«En Jerusalén havía varios Templos, à más de la Iglesia Patriarchal, de distinguido nombre: uno, era el del Santo Sepulcro, con su prelado, que le governaba con titulo de prior, con jurisdicción omnimoda quasi episcopal, uso de Anillo, Mitra, y Baculo, y demás insignias, inmediatamente sujeto al patriarca de Jerusalèn: tenia un Capitulo compuesto de doce Canonigos, instituidos luego que los Católicos tomaron à Jerusalèm; y esta Comunidad fuè muy respetada, y copiosas las rentas que la liberalidad Cristiana les asignò,… fueron vulgarmente llamados Canonigos del Santo Sepulcro, que en aquel tiempo fueron Reglares de S. Agustin. Avia otra Comunidad no menos respetable en el Templo de Salomón, compuesta desde su fundación de canónigos Reglares de san Agustin, y un abad Reglar, que los governaba, y por estar asistiendo en sus funciones Canonicas, y Eclesisticas dentro del mismo Templo de Salomón, les dieron comúnmente el nombre de Canonigos del Templo, y su abad se llamaba abad del Templo, que en nuestro antiguo Español es el abad del Temple. Produxo sin dificultad la ignorancia de estas noticias error, creyendo algunos tal vez, que el gran maestre de la Caballería del Temple ultramarino se intitulase abad del Temple; pues varios instrumentos antiguos estan persuadiendo haver sido los dos oficios totalmente distintos… pues este [el abad] con sus Monges hacian continua, y perenne mansión en el Templo, alabando al Señor, baxo de la Regla de san Agustin, que desde su fundacion profesaron: … Es de advertir también, para remover toda duda, que la religión de san Juan de Jerusalén, que oy llamamos de Malta… tuvo su origen poco después que la de los templarios, aunque hay Autores que se la dàn antes; pero “quidquid fit”, lo que no admite duda es, que su aprobación fuè posterior mucho en tiempo à la de los templarios, y sus individuos profesaron la Regla de san Agustin» y de una comunidad de religiosos bajo la dirección de un abad o prior dicha afirmación se puede confirmar en la Patrologiæ, Cursus completus y la Regesta Regni Iherosolymitani , dedicadas al reino de Jerusalén. Así, en un documento emitido por el rey Balduino II en el año 1120, aparece como aceptante el patriarca Gormondo de Picquigny (1119-1128) y como confirmantes: Bernardus, episconus Nazarenus, Acardus, prior Templi Domini, Girardus, prior (S.) Sepulchri, Paganus, cancellarius regis, Eustachius Granerius, Willelmus de Buris, Balduinus de Ramis, Manasses de Caiphas, Balduinus de S. Abraham, Radulphus de Fontenellis, Wido de Miliaco, Ulricus, vicecomes Neapolitanus, Hugo de Joppe, filius Hugonis de Puteolo, nondum miles.  Además de este documento, en el que el superior del Templo del Señor aparece ostentando el título de prior, hemos encontrado otros muchos en que aparece confirmando un tal Gaufridus, Templi Domini Abatis. Asi que podemos confirmar  la existencia en el Templo de Salomón de una comunidad de canónigos bajo la regla de san Agustín. Son escasos los testimonios escritos que han llegado a nosotros sobre la fecha de fundación de la Orden, buena prueba de lo poco que representaba para sus coetáneos o del sigilo de su labor. En un escrito fechado entre 1120 y 1130, el monje Orderico Vitalis, escribe sobre la incorporación en 1120 a los caballeros templarios, a los que se refiere como venerandis milites, del conde francés Fulco V de Anjou.

La referencia a 1120 es un claro indicio de que en ese año la Orden ya había sido creada. Lo mismo se puede decir de una carta de san Bernardo de Claraval a Hugo de Paganis  dirigida a «mi muy apreciado Hugo, caballero de Cristo y maestre de los caballeros de Cristo», escrita a principios de la década siguiente, en la que, si bien no data la fundación de la Orden, si es una buena evidencia de la existencia de la misma en la fecha en que fue escrita. Por los mismos años, hacia 1135 o 1137, escribía Simón de Saint Bertin:

«Mientras él [Godofredo] reinaba magníficamente, algunos [caballeros cruzados] habían decidido no volver a las sombras del mundo después de sufrir tales peligros por amor de Dios. Por consejo de los príncipes del ejército de Dios, se comprometieron a servir al Templo de Dios bajo esta regla: ellos renunciarían al mundo, donarían sus bienes personales, se liberarían al objeto de alcanzar la pureza y llevarían una vida en común, vistiendo hábitos pobres, haciendo uso de las armas sólo para defender la tierra contra los ataques de los paganos insurgentes cuando la necesidad lo exigiera». En este texto, cuyo relato comienza en 1099 con la toma de Jerusalén, se ocupa de las actividades inmediatas de los cruzados y de la entronización de Godofredo como Defensor del Santo Sepulcro. Recalca el autor el carácter voluntario, la renuncia al mundo y a los bienes materiales y el compromiso de hacer uso de las armas en caso necesario. Además, sugiere que la obligación adquirida por los caballeros cruzados de servir a Dios en su Templo, con sometimiento a una regla, fue insinuada por los príncipes cristianos, seguramente con la aquiescencia de Godofredo. Parece lógico pensar que la idea de la fundación de la caballería del Temple no fuera repentina y que su gestación ocupara varios años del primer cuarto del siglo XII. Helen Nicholson recoge tres escritos de autores religiosos en los que la fundación de la Orden se fija en tiempos de Godofredo. Estos son: Anselmo, obispo de Havelburg, que la vincula al papa Urbano II; Otón, obispo de Freising que la une a la querella de las Investiduras; y Ricardo de Poitou, monje de la abadía de Cluny, que la fija en el mismo año del fallecimiento del abad Hugo de Cluny, o sea en 1109. Así decía en 1145 Anselmo, obispo de Havelburg:

«Una cierta institución religiosa nueva se fundó en Jerusalén, la ciudad de Dios. Unos laicos, hombres religiosos, se han congregado allí y apartándose de la ropa superflua y costosa, se han dispuesto a defender el glorioso Sepulcro del Señor contra las incursiones de los sarracenos […] el papa Urbano confirmó la forma de vida de estos hombres y sometió al parecer de muchos obispos que todo aquél que se pusiera en esta sociedad con la esperanza de vida eterna, y perseverara en ella fielmente, debía tener la remisión de todos los pecados. Confirmó que éstos no tienen menos mérito que cualquiera de los monjes o canónigos, se llaman a sí mismos los caballeros del Temple. Después de haber dejado su propiedad, viven una vida común y luchan bajo [un voto de] obediencia a un maestre»

La importancia de esta carta radica en que el «papa Urbano» al que se refiere no puede ser otro que Urbano II que había muerto en 1099 en Roma, de aquí que el obispo Anselmo haga la fundación de la Orden coetánea con la Primera Cruzada.

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Hugoni militi Christi, et magistro Militiae Chisti, Bernardus Clarae-Vallis solo nomine abbas, bonnum certamen certere, (S. Bernardo, Abatis primi Carae-Vallensis, Opera Omnia, Vol. Primum, Biblithecae clero universae, París, 1859, p. 921).

Simon de Saint Bertin, «Gesta abbatum Sancti Bertini Sithensium», Monumenta Germaniae Historica, vol. 13, p. 649.

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